He estado dando muchas vueltas a cómo abordar este tema. Cómo dar visibilidad a ese dolor de tantos padres y madres que sufren la muerte de un bebé, ya sea durante el embarazo, al poco de nacer o por tener que interrumpir la gestación. Un dolor muchas veces silenciado, un tema del que no se habla, pero que se enquista y deja cicatriz; para algunas personas, aprender a convivir con esa herida es un proceso largo y complicado.
Quizás la mejor manera es acercaros a una de esas historias. Vamos allá.
Ana y su pareja, Ricardo, (nombres ficticios) llevan juntos desde hace muchos años y hace un par decidieron casarse. Poco tiempo había pasado cuando empiezan los típicos comentarios de “Y el bebé, ¿para cuándo?” o “Ahora toca ampliar la familia” o “A ver si me hacéis abuela pronto”. Eres consciente de que la gente no lo hace con mala intención y al principio te ríes pero no puedes evitar sentirte algo presionada; convertirte en madre parece ser el paso obligatorio después de casarte. En cuanto a Ricardo, tampoco se libra de ironías y gracietas entre sus conocidos; como si tener un/a hijo/a fuese algo así como un trofeo a la masculinidad. Lo cierto es que las cosas no están para tirar cohetes; muchos gastos que afrontar y un trabajo en el que te sientes siempre en la cuerda floja. Además está el hecho de querer disfrutar de tu vida en pareja, ya que un bebé lo cambia todo y nada volverá a ser igual. Dudas, muchas dudas.
Después de un tiempo deciden que es el momento y que están preparados. Lo intentan durante varios meses, pero no hay suerte. Empiezan a preocuparse, quizás debían haberlo intentado antes, como todos les decían. ¿Y si hay algún problema? Visitan a un especialista que les tranquiliza y les comenta que es bastante habitual. Deciden tomárselo con más calma.
Finalmente ocurre. Se quedan embarazados, ¡por fin! La alegría es inmensa. Parece increíble cómo de un día para otro te cambia la vida. Desde el minuto 1 empiezas a darle vueltas a la cabeza sobre mil cosas: cuál es el siguiente paso, seré un buen padre o una buena madre, podré darle lo que necesita, ¿y si no me coge el pecho?… Cuando comparten la noticia con familia y amigos todo son abrazos, felicitaciones y alguna lagrimilla. Les desean lo mejor y ya empiezan a hacer la lista de lo que les va a regalar cada uno (y tú que aún te estás haciendo a la idea…).
Entretanto, continúan con sus vidas; todo parece igual, pero no lo es. Hay que hacer hueco en la agenda para las visitas a especialistas, pruebas, analíticas… es agotador pero lo haces por el bien del bebé. Y no hablemos de las náuseas y los vómitos, esa es otra batalla diaria. Además, Ricardo y Ana intentan aprovechar esos ratos en que están juntos (trabajando los dos se hace complicado) para charlar sobre ellos, el futuro y los pasos que hay que ir dando.
Y de repente, sucede. Sabes que puede ocurrir, pero en cuanto la idea pasa por tu cabeza la deshechas rápido, no quieres ser agorero/a. Nadie se prepara para algo así. Las frases “no hay latido”, “el feto no es viable”… son lapidarias. El mundo entero se te viene encima. Dolor. Un dolor que traspasa lo psíquico, lo sientes dentro. Te retuerce y te desgarra. Ese dolor te paraliza, te impide moverte. Y pensar, y sentir. Hasta respirar es un trabajo enorme. En algún momento, empiezas a preguntarte por qué. Por qué a ti y por qué ahora. Qué has hecho mal. Por si ese dolor no fuese suficiente, se suma la culpa. Porque era tu bebé, tu responsabilidad. Y de poco sirven las palabras de quien intenta reconfortarte.
Ya en casa, hacéis lo posible por continuar con vuestras vidas, intentando que todo sea como antes. Pero las palabras suenan vacías y los silencios ensordecen. Ella sufre y él la apoya en todo, la mima, la abraza le dice que todo va a ir bien. Pero si detienes la mirada en él puedes percatarte de ese brillo en sus ojos que intenta ocultar con palabras de ánimo y comentarios graciosos. Un brillo que es el reflejo de un dolor que no se pronuncia, y al no pronunciarse no existe. Pero sí existe, porque también él ha perdido un hijo/a, y también duele, aunque de forma diferente. Todos los dolores y sufrimientos son diferentes.
No hay consuelo para algo así. No hay forma de hacer que desaparezca. El duelo es un proceso que requiere su tiempo, un tiempo que es diferente para cada persona. Durante ese proceso vamos asumiendo la pérdida y le hacemos un hueco en nuestra historia, como quien talla una figura en el tronco de un árbol. Poco a poco el dolor se irá atenuando y sin darte cuenta desaparece. Pero nunca se olvida. Los recuerdos son un regalo cuando somos capaces de elaborarlos adecuadamente, cuando ese espacio tallado en nuestro árbol es el adecuado. Sólo así podremos seguir nuestro camino.
Esta historia es una entre miles. Pero creo que todas tienen un denominador común y es lo poco comprendidas y acompañadas que se ven estas familias, que sufren por un hijo o una hija que, en ocasiones, ni siquiera ha nacido, por tanto “no existe”. Eso significa anular el dolor y el sufrimiento, hacerlo de menos. Además, están las expectativas que se han ido al traste, el futuro que ya había empezado a construirse, el miedo a que vuelva a suceder, la presión de los otros que te repiten que eres joven y que ya tendrás otros hijos… Y la cabeza, que no para.
En ocasiones, encajar todo esto se hace muy complicado. No tienes por qué hacerlo sóla/o, pide ayuda. Desde Entropía podemos ayudarte; somos profesionales con amplia experiencia en estos temas y buscamos personas que hayan pasado por situaciones como esta para que juntos podamos construir un espacio para compartir y aliviar el dolor. Llámanos e infórmate.